domingo, 26 de febrero de 2012

El despertar

Mi cuerpo no respondía ante las señales que el cerebro intentaba transmitirle.
Estaba paralizada y dolorida sobre, lo que al tacto, parecían ser un montón de hojas.
Los ojos no me ayudaron a averiguarlo, pues solo el hecho de intentar abrirlos me suponía un esfuerzo que no era capaz de realizar.
Por mis oídos se filtraban diferentes sonidos. Podía escuchar el dulce canto de los pájaros, el fresco cauce del río, los movimientos de las hojas agitadas por el viento... Y todos juntos formaban una agradable melodía.

Lentamente, fui consiguiendo hacer leves movimientos. Los párpados empezaban a temblar cuando hacía amago de ver lo que se encontraba a mi alrededor. Al principio solo formaban fragmentos de borrosas imágenes, pero poniendo empeño logré mi propósito y vislumbré el frondoso bosque.

Altos árboles se erguían sobre mí, las ramas de estos tapaban gran parte de la claridad y, abajo dónde yo me encontraba, solo llegaban los primeros rayos de luz que se abrían paso entre las hojas. La calidez de ellos bañaba mi cuerpo y me transfería cierta calma.

Quizás por ello no me percaté de la presencia del joven que se situaba cerca mía hasta que parte de mis fuerzas ya habían aflorado. Mi primera reacción estuvo llena de sorpresa y desconfianza, arrastrando los pies me eché para un lado, y no fue hasta entonces cuando sentí una punzanda dolor en mi pierna derecha, cerca del tobillo, que me quemaba la piel e impedía su movilidad.
Al tocarlo, me topé con que unas improvisadas vendas cubrían la zona, teñidas de un rojo sangre que marcaba la herida causante de mi tormento. Dejé escapar un bramido de angustia y apreté los dientes, intentando contener mi debilidad.

El chico, que aparentaba ser unos años mayor que yo, me miró con extrañeza y se acercó a mí sin importarle mi fallida prevención.
Su rostro mostraba preocupación y examinaba mi vendaje a la vez que se iba acercando. Las distancias se fueron acortando cada vez más, pero algo en él me decía que no me haría daño. Tal vez la sencillez y ligereza con la que se dirigía a mi, o la inquietud que le marcaba desde que reparó en mi desconsuelo.

En todo caso, la tranquilidad volvió conmigo cuando sus fríos dedos acariciaron mi piel. No hice ningún movimiento, me quedé paralizada, examinándolo con curiosidad y fascinación; ambos sentimientos crecían vertiginosamente mientras me apaciguaba con sus caricias, que en realidad eran simples roces necesarios para destapar mi lesión.
Por alguna razón que no llegué a comprender hasta mucho después, él intentaba reprimir cierto daño que no lograba identificar. Pensé que sería por la sangre, mi purulento corte y su feo aspecto... Cuán equivocada estaba.

Me limpió la herida de nuevo y colocó otros trapos para taparla. Agradecí aquello con una sonrisa, pues me sentía más limpia y sana, sin olvidar que un gran escozor me recorría la zona al estar expuesta al exterior.
-Gracias -me atreví a decirle al fin, en un susurro, a la vez que elevaba la cabeza para mirar sus ojos.
Para mi sorpresa, él hizo un último nudo asegurando las tiras de ropa, y alzó la vista para mirarme también. No fue hasta entonces cuando le observé por primera vez.  Su cabello moreno estaba desaliñado, pero era corto y al chico no parecía molestarle su desorden. Podías sumergirte en sus ojos azules como si del mar se tratara, estos te cautivaban y, sin darte cuenta, una vez los habías visto parecías ahogarte en aquella mirada.
Mostró una afable sonrisa, y sus dientes relucieron bajo la los rayos del sol. Presentaba una curiosa tez pálida que jamás había visto, pues mi piel estaba mucho más bronceada; y el tono claro le daba al chico un aire delicado y a la vez de una suavidad que solo el hielo podría alcanzar, provocando a cualquiera que la mirara ganas de tocarla.
-De nada -me respondió, con una correspondida sonrisa.